Nunca me gustaron los sicólogos. No creía ni confiaba en ellos. ¿Qué pueden saber de una persona a la que no conocen? ¿Qué pueden saber de mí? Se memorizan dos o tres frases de un librito, te las escupen en la cara e interpretan lo que les venga en gana. Te hacen pensar, dicen. Son como tu espejo. Te reflejas. Te confrontas. Te ayudan a ayudarte. Puros lugares comunes. Por eso no creía en ellos. Para el caso, me meto a un Sanborns y hojeo los mismos libritos que me recetarían. Además me ahorro un gasto innecesario y tensiones con mi esposo por el asunto del dinero. Aunque trabajo desde que estudiaba la carrera de Administración de Empresas, las expectativas de un nivel de vida acomodado, con algún lujillo por aquí y por allá, me pisan los talones cada fin de mes.
Siempre pensé que eso de la sicología era más bien una industria dedicada a explotar el alma. Si todos somos neuróticos o histéricas no hay necesidad de curarse. Eso sí, quienes inventaron la sicología resolvieron su falta de empleo. Cuando te quieres ir, el tipo de enfrente suelta, con una frialdad absoluta, una frase del libro que está leyendo en ese momento y te “hace ver” que no te has curado, que no es un buen momento para dejar el proceso de terapia. “Clientela cautiva”, le llaman en mercadotecnia. Así pueden pasar meses, sino es que varios años. Le sucede a mi amiga que lleva siglos viendo a “su” doctor. Como le decía cuando me burlaba de ella, al final del cuento, sigues igual de histérica, pero con menos dinero. Mi amiga me insistía para que vaya con uno, que no me veía feliz. Que había perdido el brillo en los ojos. Pues sí, ya no soy una niña universitaria, le contestaba. Y sumando el costo de la terapia, pues no, no es momento si me quiero ir de viaje a fin de año con Arturo. No tenía la más mínima intención de que me exprimieran la cartera. Por eso tampoco me gustaban los sicólogos.
Ante la insistencia de mi amiga, decidí ir con uno que me recomendó otra amiga. Por algo fui, cansada de una vida a la que no encontraba gusto, salvo las salidas con los amigos y la búsqueda obsesiva de ofertas para comprar ropa.
Pasó algo de tiempo. Iba sin saber exactamente a lo que iba. Me la pasaba hablando. Él sólo asentía o comentaba alguna tontería al margen que me provocaba hablar más. Eso sí, a pesar de que estaba hasta Coyoacán, nunca falté a una sesión ni llegué tarde. Salvo una vez, por una gripa marca diablo, le tuve que cancelar. Me sorprendió descubrir que ir a una terapia otorgaba un status especial entre las amistades. Ingresas a una cofradía que comparte códigos de complicidad.
Hasta hace unas semanas el caché de ir a terapia se convirtió en una pesadilla. ¿Has pensado alguna vez en separarte? Eres joven, trabajas, eres independiente y no tienen niños. Piénsalo, yo creo que les ayudaría como pareja, pero sobre todo a ti, para saber qué quieres. “Si realmente quieres estar con Arturo”, pensé. Se acabó la sesión. Me despedí fríamente, sin mayor intención de regresar jamás. Cabrón, además de mi dinero seguro se quiere acostar conmigo.
En vez de regresar a casa, me senté en un café que estaba justo en contra-esquina al consultorio de Horacio. Hablé con Arturo para decirle que iba a tardar, que me había encontrado con mi amiga y nos íbamos a meter al cine a ver una de las películas que nominaron para el Óscar. Me quedé tomando un café que nunca probé.
Un par de horas después, Horacio salió de su consultorio. Se fue caminando. No sé por qué, pero lo seguí. Nunca me había fijado, pero cojeaba levemente de la pierna izquierda. Lo hacía verse frágil, no como el hombre maduro y seguro de sí mismo que se las sabe de todas todas, atrincherado en su consultorio protegido por decenas de diplomas y centenares de libros.
Caminamos unas tres cuadras y se metió a su casa. Qué cómodo, además trabaja a unos pasos de su casa que se compró con mi dinero. Y ahí me quedé, a unos metros de su puerta, durante no sé cuánto tiempo. Sonó mi celular. En la pantalla parpadeó el número de Arturo. No contesté y lo apagué. Poco después se iluminó una habitación. Apareció Horacio. Abrió la ventana para que respirara lo que era su recámara. Pude verlo, aún más frágil de lo que podría haber imaginado. Me acerqué un poco más, escondida atrás de los matorrales y un árbol que separaban su casa del resto del universo. Me quedé muda viendo como se preparaba para irse a dormir.
Desenroscó la tapa de su cráneo y se desprendió el cerebro. Efectivamente, es materia gris. Por lo menos. Con sumo cuidado, cual figurita de cristal, lo colgó en un tendedero con unas viejas pinzas de madera. Suspendido, su cerebro, empezó a lagrimear. Lenta, pero consistentemente hasta formar un llanto inacabable que salpicaba cual remanente de lluvia de verano.
Después, mí sicólogo, se quitó la camisa. Meditando cada movimiento de sus dedos, se desabotonó cuidadosamente el pecho. Una a una desconectó arterias y venas. Con la suavidad que inspira un pétalo de rosa, se sacó lentamente el corazón para no rasgarlo. Antes de colgarlo, lo acarició y le besó una añeja cicatriz que palpitaba al rojo vivo. Al unísono que su cerebro, el músculo aportó su cuota de llanto.
Horacio, mí sicólogo, apagó la luz. Se acostó. Casi de inmediato entró en un sueño profundo al que apenas pude percibir su respiración.
De pronto, el reflejo de la luna me permitió ver cómo enjugaban el cerebro y el corazón de mí sicólogo. Vislumbré mi llanto ahogado formando un charco en el suelo, justo al pie de su cama. No aguanté un segundo más y salí corriendo. Adolorida, confundida. Muy asustada.
No regresé a la siguiente sesión. No regresé nunca jamás. No le llamé, ni me llamó para preguntar por qué había desertado. No soporté ver mi dolor iluminado por ese halo lunar. Nunca me gustaron los sicólogos.
4 comentarios:
¿y si le recomedáramos que volviera a reconocerse en ese dolor? Al fin y al cabo, también ese dolor forma parte de ella, y ¿que mejor que dejarlo desparramado en manos de alguien con tal capacidad de desprendimiento y de "autolimpieza". Excelente pieza José, me gusta tu empatía y capacidad de desdoblamiento pra poder ver las cosas desde el otro lado del espejo. Un beso y un abrazo bien fuertes, bien presentes.
Querido José: ¡albricias, albricias! Veo que dentro del huracán, emergen trazos nuevos, voces distintas, ganas de probar. Y eso es una MUY buena señal y dan chorros de ganas volver a leerte a ver qué nos cuentas... Te dejo porque eché mi corazón a la lavadora y creo que lo está exprimiendo demasiado, ni pex, quedará con arrugas. Besísimos de acá, como siempre.
Me he quedado muda. Todavía no sé cómo llegué aquí. Sólo recuerdo haber visto que sigues el aquiestoyyo y el sabor a gloria de una historia bien contada.
Volveré si encuentro el camino de regreso.
¿Te conozco?
José, gracias por compartir. A mi que fui sicólogo tampoco me gustan los sicólogos. Mauro Villagomez
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