sábado, 15 de mayo de 2010

Toilet paper only

TOILET PAPER ONLY


José Hamra Sassón


Mayo de 2010



Me quería meter temprano en la cama. Lograr al menos un sueño de seis horas. Más que suficientes, pensaba. Tenía por delante un cómodo vuelo de cinco horas y media y podría descansar los párpados al menos un par de ellas. A las cuatro sonó el despertador, sesenta y dos minutos después estaba frente al mostrador para documentar la maleta y confirmar el pase de abordar que había impreso en la oficina. El check-in lo hice poco antes desde mi iPhone al salir del vestidor del gimnasio al que asisto todas las mañanas, incluyendo fines de semana, cuando estoy en la ciudad. El proceso previo a tomar un avión ya es un hábito cotidiano. Compro al mes más boletos de avión que de cine. En puerta tenía otro viaje, más millas acumuladas y otra serie de charlas motivacionales en empresas y oficinas gubernamentales. Así me he hecho de buen dinero para darme lujos como este, viajar en business o en primera.


Pero no dormí como lo tenía meticulosamente planeado. Mi santa novia había reservado mesa en un privado para dos en el restaurante hindú que me gusta. Órale osito, en tres días es tu cumple. Así celebramos por adelantado y no una semana después. Me muero por darte tu regalo. No me gusta que me diga osito, pero lo prefiero a que me diga chuby o, aún peor, chub-chubirrito. Ya tenía todo empacado, alistado el maletín con la laptop y mis documentos de trabajo, por lo que no tuvo que insistirme. Mucho menos cuando paseó su lengua lentamente asomándose por encima de sus dientes, humedeciendo sus labios. Ya dormiré, pensé, mientras mis fantasías seguían el eterno recorrido por su boca.


La cena estuvo deliciosa. Naan calientito y abundante por todas partes, papas y garbanzos al curry, papadum, arroz, pollo tandoori, camarón con verduras al jengibre. Para beber, por supuesto, no podía faltar lassi natural y también con mango. Lo mínimo necesario para celebrar. Dejamos de lado el especial de cordero del Shiva, mi platillo favorito. En un rato viajo, le susurré en el oído, y prefiero hacerlo ligero, sabes que detesto entrar a los baños de los aviones. La inquietante sensación a treinta mil pies de altura no me provoca el finiquito digestivo en lo más mínimo. Considerando que mis intestinos seguirían dormidos cuando despertara, no pensaba sentarme en un baño hasta llegar al hotel. Es decir, tenía por delante unas quince horas y lo menos que necesitaba era cargar con un pedazo condimentado de carne que alguna vez baló.


La plática sobre la fiesta que haríamos a mi regreso por mis treinta y cinco años se interrumpía entre bocados y caricias que anunciaban una noche casi sin dormir. Las seis horas de sueño pasaban a la historia, un deseo engullido por otro más deseoso. Ya descansaré en el avión. Rematamos con ese pastel de nueces y dátiles que siempre encuentra espacio aún cuando la comida se asienta al borde de la garganta. Un café express cortado para cada uno y dos tragos de sambuca negro, sin moscas, les dieron la plácida entrada. Al pastel y a lo que nos estaba por ofrecer la noche.


Decidimos dejar el auto en el estacionamiento del restaurante y paramos un taxi. No estábamos tomados, estábamos calientes. Muy calientes. La mirada nerviosa del chofer, como la del mesero que nos atendió minutos antes, nos estimulaba. Cuatro manos paseaban entre pliegues de ropas y pieles buscando puntos de ebullición.


Llegamos a la puerta del edificio medio desabotonados, sudados, radiando excitación. Pensamos en por fin probar el elevador como alcoba de alto riesgo, pero reparamos en el mal olor que expedía un charco fangoso en el piso. Seguro el vecino del trescientos uno arrastró otra vez su hedionda bolsa de basura. Nos asqueamos a risotadas. Ya habrá otra ocasión para intentarlo y sacarlo de la lista de pendientes. Corrimos por el pasillo. Abrí la puerta y flotamos hasta la cama deshaciéndonos lentamente del lastre que ya representaba la ropa. Me dio mi regalo de cumpleaños. Exhaustos, nos quedamos dormidos musitando caricias y obsequiando promesas para mi regreso.


No sé cuánto tiempo llegué a dormir, sólo sé que fue muy poco. Cuando sonó el despertador el estómago me recordó que había cenado más de la cuenta. No son horas para ocuparme de la digestión. Tenía el tiempo contado. Un par de Tums antes y después de bañarme solucionarán el malestar. El Riopán me lo guardo para antes de despegar. Con eso tendré para llegar a salvo al hotel.


Me equivoqué. El despegue fue terrible. Sentí el gusto revuelto del tandoori, lentejas, jengibre, mango ayugortado y dátiles escapando por donde había entrado su materia prima. El estómago exigía atención, algo más que un paliativo de botica. Los ojos de la señora en el asiento de al lado se fueron en blanco mientras mi vaho estomacal invadía su espacio vital. La vergüenza me exigía buscar una salida de emergencia. El capitán apagó la señal del cinturón, pero a pesar de lo urgente resistí levantarme. No voy al baño, no me interesa corroborar la teoría de la relatividad, ni mucho menos calcular, si tiene alguna lógica, la velocidad de la gravedad viajando de forma horizontal a quinientas cincuenta millas por hora. Traté de distraer la guata forzándome a dormir. No resultó. Puse cara de ácaro. El estómago se quejaba a golpe de punzón. El iPhone sin señal de internet me dio hueva en un instante. Ni siquiera toleré escuchar música o ver uno de los canales que me ofrecía el monitor frente a mi asiento. Intenté leer la revista del avión, pero sólo me provocó más náuseas.


El viaje se hacía eterno. Mi vecina de vuelo se espantó al verme nuevamente sudar en frío y presentir un nuevo eructo de tufo indescriptible. Apenas le sonreí ácaramente apenado por el asco que le provocaba. Ni modo. No puedo aguantar más. No puedo luchar más contra mis tripas que empujan encolerizadas. No a la cerrazón de mis autoritarios esfínteres. En la puerta de la mierda, la represión no sirve para calmar los ánimos de la masa. ¿Cómo carajos llegué a esto? Hasta ahí aguanté. A esas alturas quedarse en la trinchera ya era insostenible, había que abandonarla a como diera lugar. El desconfiado sobrecargo me miraba de reojo. Amablemente me ofreció una bolsa de emergencia. De esas que me llevaba de recuerdo las veces que volaba de niño. En alguna caja tengo la de PanAm Airlines, estoy seguro.


Me levanté de un jalón y abrí la puerta del baño. Ni siquiera me dio tiempo de limpiar el asiento de la taza ni de ponerle el protector de papel. Y con el asco que me dan los baños públicos, incluso los del business. Acabé sentado, vulnerable, con mi humanidad suspendida de un caño volador.


No hubo necesidad de pujar. Entre la turbulencia y la presión acumulada salió un primer chorro ácidamente pestilente y anaranjado. Acostumbro a analizar mis heces para corroborar mi ingesta y diagnosticar mi estado digestivo. Pero esta vez el olor fue más que suficiente para hacerme de un dibujo claro. Como cuando como orozuz en exceso. El resultado es una pasta verdosa de consistencia media. Una segunda turbulencia vino acompañada de otro escalofrío. Antes de seguir me levanté y oprimí el botón que literalmente se chupó al vacio la mitad de mi intestino grueso. Me percaté de la advertencia en la tapa del escusado para no tirar navajas, vasos o botellas de vidrio por el retrete. ¿A qué animal se le ocurriría hacer algo así?


Regresé a mi posición y sentí que una extraña pesadez cruzaba mi intestino. Al tocar el fondo del inodoro sonó un golpe metálico. Qué extraño. Una moneda que se haya caído de mis bolsillos no puede ser porque siempre procuro viajar sin ellas para evitar retrasos a la hora de las revisiones anti-terroristas. Además, el pantalón está tocando el piso. Me levanté y vi una tuerca reposando plácidamente. Con razón sonó el detector de metales durante la inspección. Los agentes de seguridad supusieron que se trataba del botón de los jeans, dejé de ser sospechoso y me liberaron sin el usted disculpe de cajón. ¿Cómo y cuándo me pude haber tragado eso sin darme cuenta? Me volví a sentar jalado por una nueva contracción intestinal. Me esforcé un poco para atestiguar cómo expedía un tornillo de acero galvanizado de cuatro pulgadas de largo. Carajo, ¿y eso cómo me lo explico? Bueno, por lo menos coincide con la tuerca.


El piloto alertó desde la cabina que estábamos a punto de entrar a una densa zona nubosa; que era necesario regresar al asiento y abrocharse el cinturón de seguridad. Mis intestinos no tenían intención de intentarlo. La siguiente turbulencia vino acompañada de un estruendo debajo de mis pies. Pujé como gorila y entre mis nalgas apareció el tren de aterrizaje. ¡Pero qué carajos! El avión temblaba con fuerza y en un segundo pujido apareció un zapato, con su pie incluido. Azorado, decidí cerrarle el paso y cortarlo con un fuerte apretón de esfínteres. Seguro el tobillo quedó colgando, pero no quería saber qué más podría pasar por ahí.


Las turbulencias cesaron y el avión frenó en seco. Así nomás, de la nada y en la nada. Llevo tres horas y media sentado sobre la taza. Cagándome de miedo, aguantando con todas mis fuerzas para no aflojar. No pienso salir del baño para averiguar qué sucedió.


Enviado desde mi iPhone®.